lunes, 8 de junio de 2009

Hoy me acordé: cuando era chica vivía llena de moretones.
Desde chicos nos enseñan que el golpe duele un ratito y después se pasa. Sana sana y a otra cosa mariposa. Si nos caíamos, llorábamos y entonces mamá venía corriendo a socorrernos. Si la culpable de nuestro llanto era la punta de la mesa, entonces mamá le daba un golpecito diciendo "mala mesa", un beso en la frente y problema solucionado. Seguíamos jugando, seguíamos tropezándonos, golpeándonos, llenándonos el cuerpo de moretones. De alguna forma, golpearnos era parte de crecer y de aprender, era el riesgo que implicaba el juego, la diversión. La cicatriz de ayer no detenía el juego de hoy.
Ya de grandes, en cambio, aprendemos a sanarnos solos, a llevar los moretones por dentro, a coser nuestras propias heridas. Aprendemos a ponernos las curitas en el alma, a vendar el corazón, a ponerle hielo a los chichones de la angustia. Aprendemos, por segunda vez, que el golpe duele y se va. Si no sana hoy, sanará mañana, pero sana. Que las rodillas lastimadas siempre dejan de sangrar. Que hay que seguir jugando y tropezando, porque solo así nos sentimos vivos. No nos olvidemos de esto. No dejemos que el golpe de ayer se transforme en miedo. No dejemos que el juego se detenga. Volvamos a ser chicos, volvamos a revolcarnos en el barro y que no nos importe, volvamos a caernos y a levantarnos una y mil veces, volvamos a rasparnos los codos y las rodillas, volvamos a llenarnos de moretones... pero sobre todo, volvamos a sentir que tenemos la vida por delante, volvamos a ser ingenuos, volvamos a jugar con cada fibra de nuestro ser, con todas nuestras ganas,
y que entonces el golpe valga la pena.

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