La primera vez que hablé de eso fue con mi psiquiatra. Hasta entonces, mencionarlo era algo prohibido para mí. Durante años lo callé.
Con él, por primera vez me atreví (o me ví casi obligada) a contar mi coqueteo con la muerte, la cantidad de veces que fantaseaba con ella, con como lo haría, como lo llevaría a cabo. La palabra "suicidio" era la única que nunca había podido mencionar en mi terapia con mi psicóloga. Ni siquiera para mi misma. Solo la pensaba, la analizaba, la estudiaba y a veces hasta la abrazaba. Caminaba por al lado de ella, la rozaba, me acercaba cada vez más. Se mostraba ante mí como una salida. A veces era una voz. Una voz que me llamaba, me perseguía y a dónde iba, ella iba conmigo. A veces era en sueños y otras se me instalaba directamente en la mano, tentándome, lista para hacerlo. Pero siempre en silencio.
A partir del momento en que lo dije, dejó de ser algo irreal. Paso a ser algo absolutamente posible, casi un hecho. Y escucharme diciéndolo fue lo más doloroso y al mismo tiempo revelador de mi vida. No quería abrazarla, no quería acostumbrarme a vivir con ella. La quería lejos, bien lejos.
A veces, uno necesita poner en palabras todo eso que siente y piensa, todo eso que para uno se volvió tan cotidiano con el paso del tiempo.
Ese día, cuando salí del consultorio, caminé varias cuadras repitiendo en mi cabeza todo lo que había dicho un rato antes. No quería tenerme miedo a mí misma nunca más. No quería asustarme de mi sombra ni de mi voz ni de mis pensamientos nunca más. Quería dejar de ser mi propia enemiga.
Y ese día, sentada en un banco de plaza y entre lágrimas, me hice una promesa para el resto de mi vida.
Pero shh... Eso no se cuenta. Eso sí que me lo quedo para mí.